LAS ENSEÑANZAS DEL KIOSCO DE SELIN Por Fernando Andrioli

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Cuando arrancaba la adolescencia, con doce o trece años, recuerdo la bronca que me generaba no poder compartir con muchos de mis amigos tardes de sábado haciendo nada. Esa “nada” que significaba patear al arco o algún partidito en la canchita de fútbol del barrio, ir a la arboleda cruzando el campo a cazar pajaritos con unas jaulas tipo tramperas o simplemente sentarnos a tomar mates y jugar a las cartas hasta cansarnos abajo de algún pino. Ocurría que las tardes de los sábados eran el plato fuerte del negocio de mi viejo y había que arremangarse y ayudar. No había opción, en todo caso podía aprovechar el impasse de la siesta para estar firme desde la media tarde hasta unas horas antes de la medianoche detrás del mostrador.

Años más tarde agradecí por muchas razones esos momentos y tantos otros dentro del kiosco (polirubro) de Ariel del Plata: Aprendí el arte de atender al público, tomé conciencia del valor de las cosas, entendí lo importante que era sentirse útil, valoré el trabajo de mis viejos y por sobre todo, disfruté el estar codo a codo con Selín; aunque dada su personalidad y estilo, de vez en cuándo no sabía dónde esconderme por alguna broma que “el viejo” le hacía a algún cliente y me generaban vergüenza ajena… Hay tantas anécdotas que algún día haré una pequeña antología de situaciones memorables que hasta el día de hoy, en los encuentros familiares, los recordamos y nos descostillamos de la risa.

El kiosco y estafeta postal “Selin” era un pequeño emprendimiento familiar, que creció junto a la comunidad de los barrios Las Campanas, La Josefa y Ariel del Plata. Pasaron muchos años hasta que la rentabilidad del negocio alcanzó para pagar todas las necesidades familiares, mientras tanto mi vieja trabajaba de secretaria en Dálmine Siderca, pero además era la encargada de manejar los números del negocio y de la casa, con esa prolijidad que la caracterizaba. Nada podría haber salido bien sin ella, porque mi viejo era muy buen vendedor pero muy desordenado financieramente. El ojo de Marta era implacable, no se le escapaba nada y así, el negocio fue tomando inercia y ganando espacio dentro de nuestra propia casa, hasta robarnos el living y parte de la cocina. Los límites de la casa y el negocio prácticamente no existían.

Esta vida atravesada por nuestro comercio nos dio grandes satisfacciones. La más importante: Un gran contacto con los vecinos, en una época donde el negocio de cercanía cumplía un rol social importantísimo que alimentaba el capital social de una sociedad realmente distinta. Hace 45 años no existían las tarjetas de crédito (o al menos no eran de uso masivo), lo fundamental era la confianza. La mayoría de los vecinos tenían su cuenta corriente y sin dinero podían llevar a su casa los cigarrillos, las golosinas, las galletitas, los diarios, las revistas, artículos de perfumería y cualquier producto que se comercializaba. Por su parte la totalidad de los almacenes que nos rodeaban expedían una libretita negra donde anotaban la cuenta corriente que, puntualmente el cliente abonaba a principio de cada mes. No había nada entre medio: ni bancos, ni financieras, ni prestamistas… Lo más valioso era la confianza de unos hacia otros, de ida y de vuelta.

Muchos de estos clientes, como ocurre hoy, eran empleados de empresas grandes. Pero la mayoría formaban parte de la plantilla de Pymes locales o de ciudades vecinas: empleados de comercio, de talleres, de empresas de servicios y también cuentapropistas. El circuito del dinero cruzaba de aquí para allá, creando un círculo virtuoso donde todos salían ganando, con algunos menos intermediarios y también con mucha menos carga fiscal que en la actualidad.

Las épocas fueron cambiando: Aterrizaron en Campana grandes cadenas comerciales y fueron ganando espacio en donde el comercio local se les fue haciendo difícil competir. Sin embargo y aún en condiciones desfavorables, el comercio de cercanía nunca perdió su lugar y su importancia, así como las Pymes que siguieron siendo las principales generadoras de empleo en nuestra zona. Además, muchos desempleados producto de las diferentes crisis que pasó el país, tuvieron que generar sus propios emprendimientos para no caerse del sistema. Lamentablemente, y a diferencia de las épocas de mi viejo, la formalidad a estos nóbeles comerciantes no se les hace fácil, porque mientras las grandes cadenas tienen miles de formas para eludir o compensar las cargas impositivas, amortiguando el impacto fiscal múltiple (nacional, provincial y municipal); el emprendedor es empujado año tras año a la informalidad, a evitar registrarse o habilitar su negocio o taller para no ver mermado sus ingresos. Parece increíble, pero mientras la mayoría de los “grandes” tienen vericuetos para evitar pagar impuestos, a los pequeños comercios se les hace imposible mantener al día sus compromisos tributarios.

Este año, por suerte, el Municipio de Campana tomó nota de esta problemática a la que se le suma la inflación y el bajo poder adquisitivo de la gente, y acertadamente bonificó al 100% la Tasa de Seguridad e Higiene de los comercios con locales por debajo de los 200 m2, además de agilizar y facilitar los tramites de las habilitaciones y posponer las provisorias por 15 meses. Esta mirada atenta del comercio local por parte de la gestión de Sebastián Abella es una bocanada de aire puro. Ya había tomado iniciativas similiares la Secretaría de Ingresos Públicos y de la Dirección de Comercios y Habilitaciones del municipio durante la época de pandemia, además de facilitar herramientas para activar el comercio online, imprescindible a causa del confinamiento. Además las Pymes, principales generadoras de trabajo registrado en Campana, durante 2023 recibirán una reducción del 50% de la Tasa de Seguridad e Higiene, fondos que seguramente las empresas locales podrán destinar para producir más y para generar más puestos de trabajo.

No soy de los que opinan que todo tiempo pasado fue mejor. Ocurre que las cosas cambian, con sus pro y sus contras. Quizás el mayor desafío de esta época para Pymes y comercios es adaptarse a la realidad imperante. De mi parte, cuando puedo (y pasa muy seguido), evito los grandes supermercados, voy a la ferretería de la esquina, compro ropa en el local del barrio y busco conversar con el kiosquero, el verdulero y el carnicero; tratando de entender la dinámica actual del comercio local. Campana, por suerte, tiene muchísima gente con una polenta emprendedora que asombra. Familias que dedican mucho tiempo, que invierten su dinero, apuestan en la ciudad y confían en sus vecinos. Y cada vez que descubro un nuevo negocio abierto, me da una enorme alegría porque soy consciente del esfuerzo que hay detrás. Por supuesto no puedo dejar de recordar aquellas tardes en Ariel cuando al lado de mi viejo recorríamos ese mismo camino, con entusiasmo y dedicación, donde aprendí también la responsabilidad del trabajo; con la enorme satisfacción de haber cosechado tanta calidez humana de clientes, vecinos y amigos.